En el Parque Central del Villaflores de mediados de los años sesenta, había tres refresquerías; una estaba enfrente de la presidencia, El Barquito, cuyo capitán por muchos años fue Gilberto Ramos; contra esquina de La Favorita, tienda de la familia Ruiz, se encontraba El Lunik, que comandaba el compa Ireno, quien por cierto, a todas las meseras las hacía sus queridas; y a media cuadra, enfrente de la casa de Felipe Ruiz el Bocaeleón, se localizaba El Sputnik que gerenteaba Nicolás el Cacabola, barman y en sus ratos libres boxeador.
El parque constituía el centro de reunión de todo el mundo; fue precisamente en El Barquito, donde nos encontrábamos platicando Yayo Brindis, Milo Pereyra, Mario Rosales, Jorge Farrera y un servidor; entre los temas que se tocaron, comentamos que en el último baile al que asistimos, el Archiduque de Coss quiso llevar una serenata, por lo que le preguntó a un integrante de la Marimba orquesta del maestro Delaires: —Oí maestro, ¿cuánto me cobran por “un gallo”? —Doscientos pesos, Osquitar —respondió. —Ve maestro, les voy a da’ cuatrocientos peso, pero que no vaya Delaires. —Idiay, ¿cómo? Si él es el dueño de la marimba. —Bueno pue’, que vaya pero que no toque. De pronto empezamos a hablar de perros y le comenté al Yayo. —Fijate vos Yayo, que todavía me acuerdo de una perra de raza chow chow, que me regaló un mi padrino que vivía en Coita.
—Sí —contestó Yayo—, nosotros también tuvimos una perra igual, son muy bonitas por cierto, tienen la lengua negra y mucho pelo café.
—Miren —terció Milo Pereyra—, a mí los chucho fino no me gustan, no hay cosa mejor que el chucho corriente; yo tenía uno de raza pastor ejidal, tan corriente que daba toques; pero eso sí, era muy orientado, su único defecto era que tragaba mucho y un día se comió la carne que era pa’ nosotros; mi mamá se encabronó y me dijo “ve Milo, en este momento te llevás a este chucho a ver a dónde, pero aquí no lo quiero volver a ver”. Efectivamente, lo llevé a perder al otro lado del río Amate, allá por el rumbo de La Virgencita; tardé más yo en regresar que el pinchi chucho.
Y siguió:
—La segunda vez, lo llevé adelante de Chanona, ahí se tardó un poquito más en volver, pero a los dos días ya estaba de vuelta en mi casa; pensé, la tercera es la vencida y en esa ocasión le tapé los ojos y lo llevé al Nambiyuguá, lo más lejos que pude, y le di bastante vuelta; pues van a ver que me pegué una gran desorientada, al grado que si no es por el bendito chucho, no encuentro el camino de regreso.
—¡Qué buena estuvo ésa! —comentó Mario Rosales—, pero eso no es nada comparado con un chucho que yo tenía; era negro, y según mis hermanos era policía, ya que se parecía mucho a Hermógenes, ese cuico que cómo jodía; este chucho se llamaba Coyolón, porque era muy cabrón y enamorado, como el cuico. Van a ve’, que lo tenía yo amarrado todo el tiempo porque, perra que miraba, primero la seguía y la enamoraba, si no le hacía caso por las buenas, la madreaba y después se la pisaba. Me metió en muchos problemas con los vecinos.
—¿Y qué pasó con tu chucho? —le pregunté.
—Lo mataron, sucede que se metió con una chucha casada y lo venadiaron, ya ven cómo son en los ranchos... ¡lástima!
Por unanimidad, asentimos todos que realmente fue una verdadera pérdida para la especie canina la muerte del Coyolón.
A estas alturas la plática se había convertido en competencia, pues a los frailescanos no nos agrada admitir que otro nos gane en creatividad e ingenio, cuando se trata de contar cuentos y anécdotas. Gracias a que había sido yo el que comenzó la plática, se me nombró automáticamente como moderador de tan singular duelo.
Observé que Jorge Farrera, El Camello, se movía nervioso en su silla, así que pregunté:
—Cámel, ¿vos has tenido algún chucho?
—No Quiqui —me reviró—, ya ves que mi papá es mero codo y no permite que tengamos perro en casa; pero aun así, pa ́ que los vecinos crean que sí tenemos, mis hermanos y yo ladramos: uno cada día y un día a la semana ladramos todos; por cierto, hoy miércoles me toca ladrar a mí, así que dentro de un rato me voy y como hay luna llena tengo que aullar; ya ves que El Corbatón, mi papá, es muy perfeccionista.
—Pinchi Jorge, ‘ora sí que está cabrón —comentó alguien por ahí.
El Yayo Brindis no se dio por vencido y preguntó:
—¿Saben por qué aúllan los chucho cuando hay luna llena? —y se contestó solo— ¡Porque ven al diablo! —nos observó a cada uno, viendo el efecto de la revelación hecha y preguntó— ¿No me creen?, hay una bruja en mi rancho que me dio el secreto, hace poco me dijo “va usté a ve’ patroncito, que cuando los chucho aúllan en las noches de luna llena, están viendo al diablo; en ese momento quítele la chele a un chucho y póngaselo en los ojos, y va a mirar al diablo, le puede pedir lo que desee: dinero, mujeres, trago, botana, en fin... lo que quiera.”
Y siguió:
—Así que la otra noche en el rancho, la chuchada empezó a aullar, y al primero que agarré le quité las chele y las puse en mis ojo, me fui a la mitad del potrero y grité... ¡Diablo, aparecete que te quiero mira’! —dijo eso y guardó silencio.
Todos estábamos en suspenso, mientras Yayo sacaba una caja de cigarros de su bolsa y con toda parsimonia prendía uno.
—¡Bueno... ¿a quién viste?! —le preguntó Milo casi gritando.
—Al doctor Pastrana primo, porque pepené una gran infección, que por poco y me quedo choco de los ojo.
—Ibas bien vos Yayo pero al final lo zurraste todo.
Yo no me quería dar por vencido, deseaba que el relato continuara y pregunté:
—Oí Yayo, ¿ni siquiera con un ojo viste al diablo?
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