lunes, 19 de noviembre de 2012

5. EGLANTINA I

Humberto La Cocha, era tres o cuatro años mayor que yo, tenía unos catorce o quince y estudiaba en la Escuela del Estado o de tía Chepita, donde repetía por tercera vez el sexto grado. 

Beto se sentía sumamente orgulloso de un esbozo de bigote, afirmando que era su principal atractivo ante el sexo femenino y se atusaba los pocos pelos que tenía, como lo haría Emiliano Zapata con su gran mostacho. Este personaje histórico era su preferido y mi amigo cargaba una estampita donde aparecía el héroe con su gran bigote y abajo la frase “Tierra y Libertad”. Un día le pregunté: 

—Beto, ¿por qué traés la foto de Zapata en la bolsa de tu camisa y a cada rato la sacás y la besás?, ¿no será que sos mampo, vos? 

—¡Qué burro sos, no! —contestó—, cómo vas a deci’ que lo beso la estampita, ¡no! —recalcó—, lo que pasa es que le muestro a mi bigote cómo quiero que me salga ‘ora que ya esté yo más grande. 

Yo, que ya estaba enterado cómo actúan las leyes de la herencia, le dije: 

—Beto, en lugar de que vos andés besando estampita, es tu mamá la que debió haber besado a un bigotón, y en este momento vos tendrías un par de estropajos por bigote. 

A La Cocha poco le importaban las cosas que a nosotros los de esa generación nos interesaban, como montar en bicicleta, bañarse en el río, jugar basquetbol y a veces la escuela; él únicamente le daba importancia a la relación de noviazgo que tenía con varias muchachitas, de las cuales decía estar profundamente enamorado; cada semana se prendaba de una nueva conquista, pero se olvidaba desenamorarse de alguna, por lo que la lista de sus novias era ya bastante, bastante larga. 

En una ocasión que estábamos en casa de la abuela de Beto trepados cada uno en un arbolito, comiendo jocote verde con cachito, me preguntó: 

—Oí Enrique, ¿tenés novia? —Bien sabés que no tengo. —Pero, ¿te gustaría tene’? —insistió. —Yo creo que me gustaría más tene’ una bicicleta 
nueva. 

—¡Velo éste! —exclamó— ¿No será que el mampo sos vos? 

—Y vos, ¿no serás zonzo? —reviré. —¿Por qué decís eso? —Porque vos no tenés bicicleta y yo no tengo novia, 

pero yo puedo tene’ novia a la hora que quiera, y vos no podés tene’ bicicleta aunque querás. 

—‘Ora sí, ahí me chingaste yo —contestó—; pero ya que te sentís tan fregón pa’ las novias, qué te parece si apostamo cinco peso, a que no agarrás novia de hoy a diez días. 

—‘Ta bien —respondí—, te acepto la apuesta, pero que mejor sean diez peso. 

—Está bien —dijo La Cocha—, pero yo te vo’a deci’ a quién te vas a declara’. 

—Ora sí ve, ¿vos me vas a deci’ a quién vo’a agarra’ de novia? 

—¿Idiay pue’, no que sos tan chingón? —replicó. 

—Y que tal si me buscás una que no me guste —insistí. 

—No te preocupés, te va a gustá. Te vas a declara’ a Eglantina López, la muchacha más bonita de tu escuela. 

Cuando mencionó el nombre de Eglantina me quedé frío; Eglantina estaba en mi salón, y no había alumno en la Escuela Ángel Pola, que no estuviera secreta o abiertamente enamorado de ella. 

Además de bonita era muy inteligente, en los exámenes sacaba puros dieces de calificación, por lo tanto, su nombre estaba constantemente en el cuadro de honor de la escuela; si había festivales, ella era la que bailaba, declamaba y cantaba; era reina de la primavera, del verano, del otoño y también del invierno, y si hubiera otra estación en el año, ella sería la reina sin duda. 

Eglantina tenía una naricita chiquita, respingadita; toda ella era bonita, tenía muchas cualidades, solamente le veía un gran defecto, llevábamos dos años como compañeros de clase y la única vez que me habló fue cuando, distraído, tropecé con ella al ir rebotando mi balón de básquet, y me dijo: 

—A ver si te fijás por donde caminás. ¡Menso! 

—Bueno —pensé—, cuando menos ya se dio cuenta que existo. 

Comencé a planear la estrategia para ganarle la apuesta a La Cocha; lo primero que hice fue platicar con el Bisuriqui López primo de Eglantina, y le pregunté: 

—Oí vos Bisuriqui, ¿por qué Eglantina no tiene novio?, es muy creída, ¿no? 

—¡Qué creída va se’! —respondió—, lo que pasa es que nadie le avienta la chuchada, parece que le tuvieran miedo, pobrecita el otro día me hizo el comentario que le gustaría que se le declarara alguien, aunque fuera un menso. 

—¡Ah chinga’! Entonces tengo mi chance —pensé. Enseguida me puse a reflexionar cuál sería el momento adecuado para la petición de noviazgo; decidí que sería en la próxima kermés que se celebraría en la escuela. 

Súbitamente todo mundo sabía lo de la apuesta que hice con La Cocha, algunos me hacían comentarios como que ya preparara mis diez pesos porque iba a perder; otros en cambio, me echaban porras y me animaban a subir el monto de la apuesta diciendo que ya era mío el dinero. A consecuencia de esto, noté que Eglantina empezó a fijarse en mí, en ocasiones la sorprendí viéndome con insistencia, y una vez noté que hasta me sonrió. 

Llegó el día de la kermés y a las cuatro de la tarde me presenté en la escuela, escasamente había recorrido cuarenta metros, cuando ya me había acabado el dinero que llevaba para gastar, así que me dispuse a ser un espectador pasivo el resto de la tarde. Me topé de pronto con La Cocha, quien paseaba del brazo con la novia en turno, al verme dijo: 

—Idiay vos, sería bueno que me dieras la paga de la apuesta, ya que hoy vence el plazo pa’ la declaración, y me dijeron que la Eglantina está muy enojada contigo, porque andás diciendo que va a se’ tu novia, únicamente pa’ que ganés una apuesta que hiciste, con un muchacho de no malos bigotes que estudia en la escuela de tía Chepita, oséase yo —concluyó. 

—Qué cabrón sos, ¿no? —le dije—, ya sospechaba, que vos habías sido el que corrió el chisme de la apuesta, pero no importa, aún así te vo’a jode’, —le dije, aparentando más confianza de que la que realmente sentía. 

A las seis de la tarde, era yo la viva imagen de la desolación, andaba cabizbajo y con las manos metidas en la bolsa del pantalón, cuando se me acercaron tres muchachas con cachuchas de policía, entre ellas estaba una prima hermana, quien haciéndome un guiño me dijo: 

—Bueno primo, yo creo que ya es tiempo de que te casés, así que en este momento quedás detenido y te vamo a llevá enfrente del juez, donde te está esperando tu futura esposa. 

—‘Perate prima no me llevés, no tengo paga, vo’a pasa’ una gran vergüenza cuando me cobren lo del casamiento. 

—Mejor to’avía —dijo guiñándome el ojo—, así te metemo a la cárcel junto con la novia, te conviene, así que mejor callate. 

Cuando vi a la novia quedé sorprendido, Eglantina I con capa roja, corona y cetro; estaba parada enfrente del profesor del sexto grado, Mario Abadía, quien usaba un gran bigote postizo y actuaba como juez; al vernos se dispuso a leernos la Pistola de Melchor Ocampo; al terminar, me cobraron cincuenta centavos por el casamiento y como no tenía dinero, me metieron a la cárcel junto a la soberana Eglantina I, quien me veía muy seria con su corona llena de la juncia con que habían adornado las paredes de la cárcel y que, más que corona real, a mí me parecía nido de chorcha. De pronto habló la soberana: 

—Así que apostaste dinero... —Sí pue’ —dije todo chiveado. —¿Cuánta paga apostaste? —preguntó. —Diez peso. —Bueno, ¿y qué fue lo que apostaste? —Que íbamos a se’ novios vos y yo; por cierto hoy es el último día pa’ ganar la apuesta. —Y, ¿cómo lo vas a demostra’ y ante quién? —Quedé con La Cocha, que tenemos que anda’ agarrado de la mano un rato y enfrente de él te tengo que da’ un beso, bueno —corregí—, dos beso. 

—¿Y tu nieve, de qué sabor la querés? —dijo, pero reflexionó—, por lo que oí ¿hiciste la apuesta con un cochi? 

—La Cocha, es un amigo —aclaré—, ese es su apodo. 

—¿No es uno que siempre anda contigo, un trompudo, pelo parado y que se está sobando la jeta todo el tiempo? 

Por la descripción que hizo, me di cuenta que ubicaba muy bien a mi amigo, por lo consiguiente a mí también me tenía bien fichado. 

—Bueno, en qué quedamo —presioné—, ¿vamo a se’ novios, o qué? 

—Nada de novios —dijo—, lo que vamo a hace’ es ganar una apuesta, repartirnos la paga y después veré si te acepto como novio porque lo tengo que pensa’ —concluyó. 

—‘Ora pue’ —acepté—, sólo te quiero deci’ que, puesto que nos vamo a da’ un beso en público, sería bueno que ensayáramo un poco antes, no vaya a se’ que a la mera hora no nos salga bien el beso. 

—Tenés razón —dijo—, ensaya’ un poco con ese poste que está en la esquina y yo te voy a mira’ desde aquí, ¿viste? 

Salimos de la cárcel sin ningún ensayo, e inmediatamente nos agarramos de la mano y nos paseamos por toda la cancha de basquetbol buscando a La Cocha, de repente dije: 

—¡Ahí está! 

En ese instante, Eglantina me empujó contra la pared y me plantó mi primer beso en la boca, que en realidad fue un leve rozón de labios, pero que a mí me supo a gloria. 

—Me equivoqué, no es La Cocha, pero se parece mucho —dije como explicación. 

La besé, más bien, ella me besó otras veces, enfrente de la oficina del director, cerca del teatro que estaba al fondo del corredor y también ante la puerta del salón de Sexto A. Entonces, Eglantina dijo: 

—Ve, ya toda la escuela vio que nos hemos besado, si ese animal peludo de tu amigo no nos miró, es porque no está aquí; de todas maneras mañana se lo van a deci’, así que ahí muere —y se fue. 

La realidad es que Beto La Cocha, vio todos los besos y cuando lo localicé para cobrarle la apuesta estaba emocionado, después que me abrazó y reconoció su derrota dijo: 

—¡Qué burro vos Enrique, qué cachondiada le diste! 

En realidad, lo único que hice fue agarrarle la mano a Eglantina I, ya que los tres besos me los dio ella a mí, pero eso no lo dije, así que La Cocha continuó: 

—Quién lo iba a deci’, con esa cara de pendejo que tenés y te agarraste la mejor presa de la gallina ¡No lo puedo cree’! —remató. 

—Pues mientras lo creés, dame mis diez peso de la apuesta que tengo que i’a platicá con mi novia Eglantina I, reina de esta escuela, y por lo tanto a partir de ahorita, me convierto en Enrique I, rey de aquí y también de la pinchi Escuela del Estado, así que sos mi súbdito, y si te portás bien, te convierto en mi paje o a lo mejor en mi bufón. 

Beto sacó de su calcetín un par de billetes de cinco pesos bien doblados, los desdobló y casi a punto de llanto me los extendió, los agarré de la puntita y los dejé oreando un buen rato hasta que consideré que ya no tenían jedor. 

Cuando me despedí, La Cocha ya estaba llorando y gimoteando por la pérdida de sus diez pesos, lo único que lo consolaba era que ya no era cualquier Cocha, sino era ya por decreto real, Humberto La Cocha, bufón del rey. 

En cuanto me vio Eglantina estiró la manita, recibió el dinero de la apuesta y preguntó: 

—¿No se te olvida algo? —¿Qué cosa? —pregunté. —Acerca de tu petición de si quiero se’ tu novia. —Está bien, ¿querés se’ mi novia? —No lo sé, lo tengo que pensa’ —dijo la desdichada—, te doy después la respuesta —finalizó. La siguiente vez que miré a Eglantina habían pasado dieciocho años, yo terminaba mi carrera universitaria y ella, por alguna extraña razón, estaba soltera todavía a pesar de que se había convertido en una mujer espectacular. Después de los saludos y de recordar los viejos tiempos le pregunté: —¿Te acordás que quedaste en contestarme acerca de mi petición de noviazgo? Eglantina sonrió, agarró mi mano y con su voz más dulce me dijo: 

—Si hiciste otra apuesta de que vamos a se’ novios, espero que sea por más paga que la vez pasada, pero de todas maneras, lo voy a seguí pensando, ¿viste?

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