—¿Se encuentra el médico? Al escuchar la pregunta levanté la mirada, y observé
a un hombre que traía abrazado algo parecido a un jolote medio raro. Al ver con más detenimiento al extraño animal, pude darme cuenta de que se trataba de un pelícano, especie animal poco usual en Villaflores.
A mediados de los años setenta se construyó la presa de la Angostura, lo que cambió drásticamente el hábitat de algunas especies y el entorno natural de la región; seguramente ese pelícano era producto de migraciones de aves que llegaron a la presa recién construida.
—¿Qué se le ofrece? —pregunté.
—Médico —me dijo el señor—, traigo este animal pa’ que lo sacrifique y lo pueda mandar a disecar.
—Disculpame amigo, yo no sacrifico animales para disecarlos, no es mi función —luego pregunté—. ¿Por qué querés matar a este pobre animal que ningún daño te hace? —Es que pienso que se vería bonito disecado para adornar mi casa. —¡Preferiría comprarlo antes que sacrificar a este pobre animal! —exclamé. En ese momento, al ver la lucecita que se encendió en la mirada del cliente, me di cuenta que había cometido un error que lamentaría más temprano que tarde.
—¿Cuánto me daría usted por él? —preguntó y lo demás fue puro trámite.
Al primer ofrecimiento estiró la mano, agarró la paga y despareció; así fue como me convertí automáticamente en el dueño de un pelícano que traía el pico amarrado con un cordón, mismo que quité inmediatamente sin poder evitar un picotazo; en seguida lo sujeté y mirándolo directamente a los ojos le dije:
—¡Ve compa!, te voy a solta’ en este momento, pero si me picás nuevamente, te vo’a da’ una sinfonía de chingadazos que en tu vida te han dado, ¿viste?
Nos quedamos viendo fijamente hasta que desvió la mirada, lo solté y ya no intentó lastimarme; pero sentí que en ese momento quedó entablado un duelo cuyo resultado era difícil predecir.
Dicen que lo primero que se debe hacer cuando vas a entrar en combate es conocer bien al enemigo, esta fue la razón por la que lamenté que la clase de Animales de Zoológico, que tan magistralmente impartía el doctor Cabrera cuando estudié Veterinaria, hubiera sido los sábados, ya que normalmente amanecía crudo y no ponía mucha atención.
Afortunadamente tenía los apuntes, al consultarlos supe que lo que había en casa era un ejemplar de pelícano blanco americano, cuyo nombre científico es: pelecanus erythrorhynchos, ave migratoria que viene del norte y llega hasta Centroamérica. Los machos son un poco más grandes que las hembras y se alimentan de pescado.
De pronto apareció por ahí Dora Celina, mi esposa, quien al ver al pelícano exclamó:
—¡Pánfilo!
Éste a su vez, comenzó a realizar una danza ritual de enamoramiento, aleteaba y movía el jonís con sincronía, mientras ponía los ojos como tortolita. El tercer párpado que tienen las aves le cubría los ojos, tenía dilatación de la pupila y pensé que igual me he de haber visto yo, cuando miré por primera vez a Dora Celina, así que con cautela pregunté:
—Disculpen, ¿ustedes ya se conocían? ¿Estoy interrumpiendo algo?
La doctora me quedó viendo con esa mirada con la que se pregunta con frecuencia, ¿cómo pude haberme casado con un tipo chiflado como éste?; abrazó al pelícano y se fueron cabeza con cabeza rumbo al patio de la casa.
Al cabo de un rato regresó, y con cara de preocupación me preguntó:
—Oye, ¿qué comen los pelícanos?
Le comenté lo que sabía acerca de sus hábitos alimenticios leyéndole los apuntes de mi admirado doctor Cabrera, no sin antes recomendarle que mandara a comprar pescado, pero únicamente cabezas y colas, ya que el pescado no era un producto barato en el mercado local.
Pánfilo (nombre con el que lo llamamos a partir de que lo bautizó mi esposa) miró su comida, me volteó a ver y se dio la vuelta olímpicamente, despreciando lo que se le ofrecía.
El empleado de la veterinaria, la sirvienta de la casa y mi mujer me miraban fijamente, como dudando de los apuntes de mi estimado doctor Cabrera, así que ordené:
—¡Está bien, compren un pescado entero y dénselo!
Otra vez vio la comida, me volteó a ver y se fue. El empleado se atrevió a sugerir:
—¿Y si probáramos darle el pescado sin raliar?
Como general y ya un poco desacreditado, volví a ordenar:
—Bien, traigan otro pescado pero sin ralear.
En cuanto Pánfilo vio al pescado entero, abrió su gran pico y ¡chungún!, para adentro. También nos dimos cuenta que no le gustaba el pescado congelado sino el fresco, por lo que todos los días había que comprar en el mercado un pescado que costaba cinco pesos.
Luego de hacer cuentas de lo que se gastaba en pescado semanalmente, le di la razón al que me vendió el pelícano, efectivamente, se vería más bonito disecado; empecé a madurar la idea pero me di cuenta de que eso ya no era posible, pues el ave se había convertido en un miembro más de la familia, y los vecinos ya lo identificaban como Panfilito Orozco; por cierto, era más bravo que un chucho bravo y no dejaba entrar a nadie al patio de la casa, si no iba armado con un garrote.
El pelícano acostumbraba dormir al lado de la ventana de mi dormitorio, y a las cinco de la madrugada bailaba la danza del pescado con zapateo, aleteo y hacía un ruido medio raro entre graznido y pujido, que nunca supe cómo se llamaba, ya que no lo decían los apuntes de mi admirado doctor Cabrera.
Lo que sí supe, fue que debía darle su pescado o no paraba de hacer escándalo, a grado tal que los vecinos formaron una comisión y me entregaron un escrito firmado por todos, en el que me instaban a la puntualidad en proporcionarle su pescado a Panfilito o me daban quince días para cambiarme de casa.
Un día nos dimos cuenta de que había comido algo que le había hecho daño, pues comenzó con una diarrea verde esmeralda con la que pintó toda la pared del patio; el jonís del Pánfilo daba la impresión de ser una bomba de flit, por lo que le puse un tratamiento de inyecciones, y así cuando iniciaba la danza del pescado en la madrugada, me levantaba y en lugar de comida, recibía una inyección. Con esto conseguí que retardara el ritual tres horas más, logrando que los vecinos me devolvieran el saludo.
Después de tres meses de comprar un pescado diario para la alimentación de Pánfilo, pensé que ya era tiempo de liberar a ese gran güevón para que se consiguiera su comida él mismo. Me costó trabajo convencer a Dora Celina, pero le hice ver la importancia de reintegrar al Pánfilo a la naturaleza, para no romper el equilibrio ecológico de la zona y no romper también, el equilibrio económico de nuestra casa.
Al fin aceptó, con la condición de que la liberación se hiciera en un río lejos de cualquier población. Hincado le juré mandar a liberarlo en la desembocadura del río Amazonas, y que en ese momento, le escribiría a Jaques Cousteau, el explorador y científico francés, para que aceptara llevar a Pánfilo en su próxima expedición a aquella región.
De pronto, apareció por la farmacia mi ayudante Jaimón, con quien sostuve el siguiente diálogo:
—Jaimón, quiero que me prestés mucha atención. —Sí pue’ —afirmó. —Ve, agarrá al Pánfilo y lo llevás al río Pando —le ordené—. No, mejor lo llevás más lejos, al río de San Pedro Buenavista, ese que pasa uno camino a Murguía, ahí te vas caminando río arriba siquiera unos cien kilómetros, y cuando mirés que hay cocodrilos, dejás al Pánfilo y te venís rápido. No vayas a tarda’, ¿viste?
—Mmm-jú —contestó, señal inequívoca de que no iba a hacer nada de lo que le dije.
Esa noche dormí bastante tranquilo, únicamente me despertaban los murmullos que hacía mi mujer al rezar para que Pánfilo se adaptara a su nueva vida en libertad.
Mi tranquilidad no duró mucho, ya que en la tarde del día siguiente, llegó una muchachita abrazando al Pánfilo otra vez con el pico amarrado, diciendo que se lo había encontrado en el patio de su casa, que por cierto, se ubicaba muy cerca de la casa del Jaimón. Me pidió una recompensa de lo que quisiera mi corazón, así que le di cualquier cosa, ya que mi corazón no quería nada.
Nuevamente volvió la rutina, hasta que en una ocasión llegó a visitarme Panchito, representante de un laboratorio médico, quien al ver el pelícano, comenzó a platicar lo bonito que estaba el zoológico de Tuxtla Gutiérrez, el Zoomat.
Recientemente había visitado ese lugar y me pareció un acertado concepto de lo que deberían ser los zoológicos en el futuro, me imaginé lo bien que estaría el Pánfilo en su laguito particular y su cuidador personal, hasta que Panchito me sacó de mis ensueños con su comentario:
—Sería bueno que lo donara usted al Zoomat doctor, lástima que ahí únicamente se acepte fauna nativa, y como usted dice que esta ave es de Canadá y Estados Unidos, pues a lo mejor no lo quieren.
—Ve Pancho, yo dije que migran de esos lugares, pero ya son nativos de aquí; de todos modos como a Pánfilo le gusta bailar, desde mañana le vo’a pone’ una maestra que le enseñe El Rascapetate, El Bolonchón y Soy buen tuxtleco, pa’ que entre bailando al zoológico y don Miguel Álvarez del Toro no me lo retache.
—Si quiere usté médico, yo llevo el pelícano al Zoomat, sólo que no tengo espacio en mi carro, pero si no tiene inconveniente que viaje en la cajuela...
—¡No! —casi grité— ningún inconveniente.
En ese momento agarré al pelícano, le amarré el pico y lo acomodé bien; antes de cerrar la cajuela le prometí ir a visitarlo al zoológico cada que vez fuera a Tuxtla Gutiérrez.
Lo último que vi, fue la mirada del pelecanus erythrorhynchos que me decía “ahí nos vemos”.
Cuando le comenté a Dora Celina lo qué había pasado con el pelícano se puso muy contenta, ya que Pánfilo por fin iba a convivir con otros animales de su misma especie y me preguntó:
—Oye, ¿los pelícanos tienen sexo?
—Si encuentran con quién, yo creo que sí —contesté.
—No, mi pregunta es ¿Pánfilo es macho?
—¡Qué macho va a ser, es un gran mampo!, el otro día quiso picar a uno de los hijos de Bucho el vecino y se le vinieron todos encima, lo dejaron bailando dos días, pero de miedo.
La alegría me duró muy poco por cierto, ya que tres días más tarde, ¿quién creen ustedes que entró nuevamente al negocio, abrazado por una viejita y con el pico amarrado? Exacto, ¡Pánfilo!, quien con la mirada me decía “¡idiay!”, al más típico estilo frailescano.
—¿Es usté el veterinario? —preguntó la viejita.
—Así es tía —contesté—, ¿cuánto va usté a querer por el pelícano?, nada más le aclaro que esta es la tercera vez que lo compro.
—No médico —dijo—, cómo va usté a cree’ que a yo se lo venda. No, ¡se lo traigo a regala’!; el otro día estaba en la gasolinera de la entrada de la carretera vendiendo mis dulce, cuando llegó un señor en su carro, abrió su cajuela y vi al pelícano, me dio lástima el animalito y se lo cambié por media docena de tartarita y tres bolona; pero le voy a deci’ la verdá, ya se comió todos los guineo que había en mi casa y como soy pobre...
—Péreme usté tía —le interrumpí—, ¿me está usté diciendo que come guineos?
—Sí —afirmó—, si hasta baila cuando los ve y viera’sté qué bonito lo pela.
—¿Los guineos? —pregunté. —Sí pue’. —Bueno pues muchas gracias por el regalo. Le obsequié, más que nada por la información sobre los plátanos, un tarro grande de Pomada de La Tía para su reuma. En cuanto se fue corrí a sacar los apuntes de mi maestro Cabrera, y donde decía que los pelícanos se alimentan únicamente de pescado, puse una acotación con lápiz “y también de guineos”. Desde esa ocasión, ya no volví a intentar deshacerme del Pánfilo, aceptando que cuando al enemigo no se le puede vencer, hay que unírsele; a partir de entonces llevamos una buena amistad hasta que un año después murió empachado por darse un atracón de guineos.
Una vez que superamos la pena de perder a Pánfilo, busqué los apuntes de mi admirado maestro, el doctor Cabrera, para añadir en la parte donde hablaba de los hábitos alimenticios de los pelícanos, la acotación “y también de guineos, pero en la cantidad adecuada”.
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