—¿Es de vida, doctor? Preguntó don Gervasio, sin que desapareciera de su rostro la sonrisa que tenía siempre, ocurriera lo que ocurriera, mientras miraba a su vaca postrada, con los ojos desorbitados y la respiración agitada (disnea).
Don Gervasio era un hombre moreno, bastante alto y muy gordo; bromeaba con la idea de que era más fácil brincarlo que darle la vuelta, y así como casi todos los gordos tenía un excelente sentido del humor. Usaba un sombrerito chiquititío, que le daba a su gran cabeza, aspecto de lima de chichita; además siempre tenía un cigarro Alas Extra sin filtro en la comisura de los labios, jamás lo chupaba y aunque hablara no se le caía la ceniza, sino hasta que se consumía totalmente mientras entrecerraba los ojos a causa del humo.
—¿Va a vivi’, doctor? —preguntó con preocupación.
—Yo creo que sí, porque me siento a toda madre, como bien y zurro regular.
—Estoy preguntando por la vaca, médico... ¡no por usté!
—Ve pue’, y yo pensando que estás preocupado por mí.
Realmente, nada hay más desalentador para un veterinario y un ganadero, que mirar una vaca tirada en el suelo; pero el caso que estaba viendo, es de los pocos que da gusto atender, ya que se trataba de una hipocalcemia.
En el momento de restituir el nivel de calcio en la sangre, el cambio de actitud del paciente es espectacular, y en cosa de media hora, el animal se levanta sin acordarse de lo mal que se sentía tan sólo minutos antes. El veterinario se viste de héroe porque salva dos vidas, la de la vaca y la del becerro que normalmente la acompaña, en cuya gestación y lactancia, la madre utilizó el calcio que ahora le falta y el médico se encarga de restituir. La administración es por vía intravenosa, muy lentamente para no provocar un shock; así al cabo de quince minutos, mi paciente coyolió los ojos y de inmediato se levantó, diez minutos después movía la cola como si no hubiera estado gravemente enferma.
Don Gerva miraba a su vaca y luego me veía a mí, sin terminar de decidirse a cuál de los dos besar primero y afortunadamente ganó la vaca; don Gervasio y la Culopachi, ese era su nombre, se lamían la cara uno al otro, yo precavidamente puse tierra de por medio guareciéndome atrás de una pilastra ante el temor de que luego fuera mi turno, pero no, únicamente exclamó:
—Doctor, ¡qué digo doctor... doctorazo! —agarró juelgo y siguió— Médico, ¡qué digo médico... medicazo!, es usté un chingón, ¡qué digo chingón... chingonazo!
Iba a continuar el aluvión de epítetos, pero al ver que ya me preparaba para retirarme del rancho después de haberme aseado un poco y de recoger mi maletín, dijo:
—Bueno medicazo, ¿cuánto va a costa’ pue’ el daño?
Don Gerva no tenía fama de espléndido, es más, decía la gente que billete que caía en sus manos, nunca más volvía a recibir la luz del sol, así que rápidamente hice mis cuentas: medicamentos más consulta y le contesté:
—Van a se’ quinientos pesos por todo.
—Mire usté medicazo, ¡qué digo medicazo... apóstol de la ciencia!, yo soy un hombre pobre, ¡qué digo pobre... ‘toy bien jodido!, le pido que se ponga usté la mano en el corazón así como lo hacía su abuelito tío Billo, ese hombre sí que era bueno, ¡qué digo bueno... era un santo!
Ante la sola mención del nombre de mi abuelo, se me ablandó el corazón e inmediatamente le rebajé a la mitad el pago. En el camino de regreso a casa, me empezó a dar coraje la forma tan simple cómo me hizo rebajar don Gerva mis honorarios, pero reflexioné:
—Por la mención de mi abuelito Billo sólo le rebajé cien pesos, valió la pena; y por lo de “apóstol de la ciencia” le rebajé ciento cincuenta, pero debí hacerle más descuento, ¡qué frase, me fue a toda madre!
Tuve que reconocer que don Gerva no era un hombre común y corriente, él sí que era un chingón, ¡que digo chingón... chingonometricazo!
No hay comentarios:
Publicar un comentario