Aquella época en la que trabajé en la SAGARPA como jefe de la Inspectoría Fitozoosanitaria en Ciudad Hidalgo, Chiapas, una mañana pidió hablar conmigo el jefe de la Policía Fiscal de la Aduana, cosa que no era habitual, así que en cuanto estuvo en mi oficina se cuadró ante mí con un saludo militar, aspiró con fuerza y dijo:
—Por instrucciones del señor administrador de la aduana, me permito poner bajo su resguardo, un importante decomiso de loros que en cantidad de doscientos treinta y tres, fue realizado por nuestro personal, en un paso de extravío hace tres días —tomó aliento y siguió—, por lo que hago entrega de doscientos treinta y tres loros vivos; si no tiene inconveniente firme aquí de recibido.
A una señal suya entraron a mi oficina cuatro personas, llevando cada una sobre su cabeza una caja de las que sirven para transportar pollitos, las dejaron en un escritorio y salieron corriendo. El policía fiscal me extendió papel y pluma, y me quedó viendo como ven los chuchos de rancho cuando piden tortilla.
—Firme aquí por favor —dijo.
Lo observé fijamente tratando de captar qué estaba pasando realmente, porque los policías aduanales no son así, por lo general son bastante chocantes y lo más extraño, era que el jefe de ellos llegara a entregar un decomiso.
—Antes de firmar voy a contarlos, si están completos le mando el papel firmado a su oficina —dije.
—No se preocupe por eso médico, si hacen falta le traemos más —respondió y salió huyendo más rápido de lo que entró.
En cuanto se fueron y me repuse de la sorpresa, alcancé a escuchar un sonido bastante persistente que salía de las cajas, al abrir una de ellas me saludó un montón de piquitos de loro cabeza amarilla, todos pidiendo comida al mismo tiempo.
—Rosita —le dije a mi secretaria—, haceme el favor de contar cuántos loros trae cada caja.
—¿Y cómo lo hago? —preguntó. —Muy sencillo, contá las patas y lo dividís entre dos.
Rosita cuyo apodo era La Peluda, me quedó mirando fijamente y con su característica mala educación me replicó:
—Oiga patrón, ¡yo a usté lo vo’a madrea’, eh! Como observé que lo estaba diciendo en serio le propuse:
—‘Ta bien, ‘ta bien... lo hagamo entre los dos.
Llevamos las cajas a un cuartito que nos servía de archivero y comenzamos a contarlos. Efectivamente, la cantidad era correcta tal y como me dijera el fiscal.
Estos animales son capturados por los traficantes de loros en el Petén, Guatemala, y son muy apreciados en el mercado ilegal, porque son muy hablantines; conforme el contrabando avanza hacia el norte aumenta su precio; en Tapachula un loro de cinco a ocho semanas de nacido, como los que teníamos decomisados, puede costar alrededor de mil pesos; si logra llegar a los Estados Unidos ese mismo animal, puede costar hasta cinco mil dólares. Para los traficantes de aves esto representa un excelente negocio, a pesar de que mueren muchos animales en el trayecto.
Mi cabeza empezó a multiplicar doscientos treinta y tres por cinco mil dólares, hasta que el ruido que hacían los loros pidiendo comida me trajo a la realidad; mandé a comprar tres kilos de MASECA, dos kilos de alimento iniciador para pollitos, le adicioné minerales y vitaminas, y revolví todo esto con agua hasta que quedó una pasta bastante manejable; con una cucharita de plástico empezamos a darle de comer en el pico a cada loro, hasta que se les vio abultado el buche.
Tardamos tres horas y media para alimentarlos a todos y tuvimos el cuidado de colgarle en el pescuezo a cada loro, un número que Rosita artísticamente dibujaba en un cartoncito.
Para sorpresa nuestra, al terminar de darle comida al loro doscientos treinta y tres, el número uno ya tenía hambre nuevamente, ahí entendí el porqué de la prisa de los fiscales en deshacerse de los loros; recluté a tres inspectores para que nos ayudaran con la alimentación de las aves, entretanto tomé el teléfono para dar la noticia a las oficinas centrales en la Ciudad de México.
En cuanto logré la comunicación con el doctor Chávez Centella, eterno jefe del Departamento de Puertos y Fronteras de la SAGARPA, que por cierto, es el tipo más parecido a don Corleone, protagonista de la película El Padrino en su forma de vestir y de hablar, sostuve el diálogo siguiente:
—¿Qué hay Orozco? —saludó.
—Le quiero informa’ doctor que tenemo asegurados doscientos treinta y tres loros cabeza amarilla, procedentes de Guatemala.
—¿Nuestra gente realizó el decomiso?
—No señor, nos lo puso a disposición el personal de la aduana.
—¿Dónde se encuentran los psitácidos en este momento?
—Doscientos treinta regados en la oficina, y tres parados en mi cabeza.
—Orozco, ¿es usted cubano? —No, ¿por qué? —Porque habla usted medio raro. —Doctor, así hablamo aquí en Chiapas. —Mmm está bien, buen trabajo Orozco, haga un informe por escrito y me lo manda por fax; cuide bien a los psitácidos —nombre elegante de la lorada—, mañana nos comunicamos con usted para darle instrucciones; nuevamente, ¡felicidades! Esto se va a poner pachucón, pachucón, hasta luego.
Pasaron dos días antes de que lograra comunicarme nuevamente con mi jefe, para entonces ya había asignado de forma permanente a los tres inspectores y a Rosita La Peluda, para que cuidaran a los loros y sobre todo, se encargaran de alimentarlos dos veces por día.
En cuanto estuvieron bien alimentados los loros, se volvieron muy activos y ya no los podíamos contener en las cajas, se paseaban por toda la oficina dejando sus deyecciones por todos lados, o lo que es lo mismo, “cagándose ‘onde fuera” como decía Rosita.
—Orozco, recibí su fax —dijo Chávez Centella—, solamente que está muy manchada la hoja y no se lee bien, yo creo que tiene demasiado tóner mi fax.
—No es el tóner doctor, es caca de loro —aclaré—. Le comunico que no tenemos instalaciones adecuadas, sugiero que mandemos las aves a un zoológico y así nos evitamos más problemas; por lo pronto le quiero informar que aquel que dijo, que la caca de loro ni huele ni jiede, es un verdadero imbécil, la caca de loro jiede de a madre.
—No te desesperes Orozco, una pregunta, ¿todos los loros están vivos?
—Pues como decía el tío Chencho, “unos vivos y otros pendejos, pero todos comen y cagan” —le respondí.
—Orozco, ¿es usted de Alvarado?
—Señor, ya le dije que soy chiapaneco y así hablamo aquí cuando estamo encabronados —le contesté.
—Aguanta, aguanta, pronto me comunico contigo para decirte lo que vamos a hacer y recuerda, al final nos va a salir todo pachucón, pachucón.
Así pasaron otras tres semanas; en la oficina todos estábamos dedicados a alimentar loros y me daba la impresión que algunos ya empezaban a querer hablar, sobre todo mentadas de madre por tanto oír a Rosita La Peluda, quien una mañana me pasó un reporte:
—Médico, le reporto que el loro número ciento setenta y ocho falleció, yo creo que de empacho, y pienso que la comida que usté tan sabiamente les prepara, se le fue por el gañotío del boje ya que la panza está muy dura; también le aviso que los número setenta y siete, ciento uno y doscientos once, están próximos a morir.
—¿Están enfermos? —cuestioné.
—No, los pienso matar yo misma, esos tres cabrones me escupen la masa que usté les prepara y mire usté, quedo todos los días como memela, de ésas que venden allá en los Lagos de Montebello; también le informo —continuó—, que a las doce del día viene a platicar con usté mi líder sindical, porque en la Ley Federal del Trabajo no dice que una secretaria ejecutiva como yo, deba servir de niñera a doscientos treinta y tres loros... menos uno.
—Rosita te voy a aclara’ dos cosas —le dije—, secretaria no sos porque no sabés ni escribi’ a máquina, ¿ejecutiva?, yo creo que sí porque ya te querés ejecuta’ tres loro, y a lo mejor vos mataste al ciento setenta y ocho. De casualidá, ¿no le soplaste en el pico después de darle su comida?, porque el otro día te vi en actitú sospechosa, pero pensé que lo estabas besando al loro.
—¡Ichi! —dijo—, sí le soplé pero poquito, es que no se apuran a come’.
Después de que le eché la culpa a Rosita de la muerte del loro, ya no protestó, disfrazada de memela de frijol, siguió atendiendo a la lorada.
—Eso no está pachucón, pachucón —sentenció el doctor Chávez Centella, cuando se enteró de la muerte del animalito ciento setenta y ocho. Inmediatamente sugirió cambiar la dieta de los psitácidos, como a él gustaba llamar a los loros, además de pedir la necropsia del ave, presentar el resultado por triplicado, redactar el acta circunstanciada de lo sucedido e informar por cuadruplicado, marcando copia al secretario, al director general, al delegado estatal y al jefe de distrito.
—‘Tá bien, por mi parte le voy a hace’ también un novenario y una misa cantada, ya que el cura de aquí es mi amigo —comenté.
—Orozco, ¿es usted comediante?, porque yo sospecho con el pecho y calculo con... que usted me está cotorreando —dijo.
—De ninguna manera doctor, únicamente me gustaría que me sugiera qué dieta darle a los psicóticos.
—“Psitácidos”, ¿oiga es usted disléxico? —No doctor, soy católico pero no fanático. —Volviendo a la dieta —dijo Chávez Centella—, le sugiero que le dé usted a los psitácidos café con leche y pan remojado, así alimentaba mi abuelita a un loro que tenía.
Ante tan científica recomendación comenté: —‘Ta usté bromeando, ¿verdá? —Pues usted empezó, ¿no? —En cuanto a los siquiátricos doctor, ¿qué hago con ellos?
—“Psitácidos” —remarcó—, como creo que le están causando algo de problemas, haga usted la donación a un zoológico; pero antes, haga un acta circunstanciada por cuadriplicado.
—Doctor Chavez —interrumpí casi gritando—, ¡eso le sugerí hace cinco semanas, ¿por qué hasta ‘orita pue’?
—Quiero —me dijo—, que les tome usted una foto a los psitácidos.
Lo volví a interrumpir con mi tono más humilde aunque me estaba llevando la fregada:
—Espero, que no me vaya usté a pedi’ que les hagamo credencial a cada loro, porque son igualitos.
—¡Le estoy pidiendo fotos del acto de entrega- recepción de las aves!, con el fin de integrar un expediente, y me hace usted un acta circunstanciada, todo por cuadriplicado, ¿cómo la ve?
—Como dice usté “pachucón... pachucón”.
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