lunes, 19 de noviembre de 2012

17. LA COCOLA

Parte muy importante de mi formación así como la de todos, ocurrió en mi niñez. En aquellos años descubrí mi afición por dos cosas: los animales, especialmente los perros; y los ríos, como el Amate, especialmente el recodo Matzumón. 

Mi primer perro fue perra, era una bola de pelos café y lengua negra; llegó a casa en brazos de mi padrino, Ricardo Pola, quien al entregármela dijo: 

—Ve ahijado, esta chuchita es tuya, es un regalo que te hacemo tu madrina y yo; cuidala bastante porque es fina, es de raza chao-chao. Su mamá de esta chucha jalaba trineo en Alaska, de allá son, y no hay muchas chuchas como ésta en Chiapas; miralo su lengua, es negra, ¿sabés por qué? —y se contestó él solo—, porque como viven en el Polo Norte y allá todo es hielo muy blanco, si su lengua fuera de un color claro se la morderían, porque son chuchos mucho muy bravos... ¿o no, compadrito? 

Mi papá, muy serio, puso cara de experto en chuchos y moviendo la cabeza de atrás hacia adelante varias veces, aseveró: 

—¡Sí pueee’! 

Años después descubrí que mi padrino le echaba ganas al asunto, pero su fuerte no eran los perros, empezando con que el nombre de la raza es “chow-chow”; después, que son originarios de China, no de Alaska; y por último, no jalan ni mierda, ni la mamá ni la abuelita, ni nadie. Son perros muy mordelones y tienen la lengua pigmentada por cuestión genética. 

Mi relación con la chuchita, a la que le puse por nombre Cocola, fue así como cuando se encuentran el hambre con las ganas de comer, o también, la alegría con la paga: iba conmigo a todos lados. 

En una ocasión mi mamá pidió que fuera por limones a la casa de una vecina y la perrita me siguió como siempre lo hacía, se lo permití sin imaginarme que ahí se encontraba Arturo el hijo de la vecina, mi compañero de escuela. 

Arturo ostentaba el frutal apodo del Jícama y tenía una perra negra con instinto asesino, seguramente cruza de coyote con tichanila, a la que bautizó con el nombre de Pantera, ésta se convirtió en el terror de todos los perros de la cuadra y ya le había metido una porraceada a la chucha que tenía el dueño de la ferretería El Gallo. 

La Pantera ya había tenido también enfrentamientos con uno chaparrito cruza de Tuntún y velocirráptor, que luchaba como guerrillero salvadoreño; al pasar una víctima por la banqueta de su casa, salía como rayo, mordía y se volvía a meter con la misma velocidad. Un día, el Tuntún se atontó y la Pantera logró agarrarlo de la cola, le propinó una serie de somatones contra las piedras de la calle, hasta que se cansó; como resultado el Tuntún anduvo tatarata como una semana. 

—Se le enchuecó el tornillo de centro —fue el diagnóstico del Tono Burguete el Pichirilo, aficionado a la mecánica, cuando observó que el Tuntún caminaba de lado. 

Ese día, cuando me acerqué al palo de limón a recoger del suelo algunos de ellos, la Pantera logró agarrar a la Cocola, le dio una buena revolcada y pensé que se la iba a tragar ya que estaba muy pequeñita. Como pude, la rescaté y la llevé a casa. 

A partir de esa ocasión, cada vez que la Cocola miraba a la Pantera temblaba de miedo, claro, con el consiguiente alborozo del Jícama que gozaba profundamente con esta situación, burlándose no únicamente de la perra, sino también de su dueño, o sea de mí. 

Un día, aburrido de esta situación le dije: 

—Ve Arturo, ya estuvo bien que estés jodiendo con eso de que “mi chucha le pega a la tuya”, así que te emplazo a que exactamente dentro de un año a partir de hoy, se den un buen agarrón. 

—Está bien —me contestó— ¡pero que la pelea sea a muerte! 

Cuando me dijo eso, casi me gana el valor, pero aparentando una seguridad que no tenía, reviré: 

—‘Ora pues, ¡a muerte y sin indulto! 

Al comentar con el Pichirilo el reto en que acababa de comprometer a la Cocola, me dijo: 

—¡Lástima, tan bonita que está tu chuchita!; pero ve, no todo está perdido, faltan doce meses para la pelea, habrá que entrenarla y prepararla... ¡pero está cabrona la cosa! 

Así dejé pasar el tiempo, esperaba que mi madre, doña Jelen nos alimentara bien a todos, incluida la chucha. El resto lo hizo el ejercicio que todos los días hacíamos en nuestro paseo al Matzumón. 

Cuando llegó la fecha esperada, la Cocola se había convertido ya en una respetable masa de músculos, forrada con un abundante pelambre café rojizo. Tenía carácter alegre y juguetón, únicamente cuando veía pasar a la Pantera junto a su dueño se ponía tensa y gruñía amenazante. Por eso, aquel inolvidable sábado que me encontraba sentado en el quicio de la puerta de mi casa, vi venir al Jícama, a quien le pregunté si le parecía un buen momento para finiquitar el asunto que teníamos pendiente, sonrió con mucha suficiencia y dijo: 

—Voy por la Pantera. 

Estoy seguro que ni Arturo ni yo imaginábamos el escándalo que se iba a armar en toda la cuadra, resultado del feroz combate en que se trabaron nuestras perras. Al comentar el pleito decía mi primo el Pichirilo: 

—De repente una estaba arriba de la otra, pero luego, la otra estaba arriba de la una. Desde la esquina del Turquito, hasta la esquina de la casa de la familia Alfaro se fueron porraceando. 

Ese sábado, don Chico Tagua, dueño de la papelería de la esquina, no había regado la calle como era su costumbre, y las perras peleaban entre el polvo. La pelea interrumpió el tráfico, los pocos carros que circulaban eran detenidos por sus choferes para presenciar el pleito y se bajaban a animar a las combatientes. Pasaron diez minutos de pleito y en la calle había ya como cincuenta espectadores, algunos de ellos hasta cruzaban apuestas. 

De pronto la Cocola mordió una oreja de la Pantera, razón por la que empezó a aullar de dolor, mi perra sacudía la cabeza con mucha fuerza sin soltar la oreja hasta que don Enrique, mi padre, salió de la casa al oír la bulla y levantó a mi perra agarrándola de los pelos del lomo; en ese instante, se le desprendió la oreja derecha a la Pantera, que en cuanto se vio libre, salió huyendo, y tras ella iba el Jícama. 

Al pasar algunos días, me percaté que la Cocola se lamía una pata muy frecuentemente, al revisarla encontré que tenía una herida bastante grande que no era visible por lo abundante de su pelaje, seguramente una mordida resultado del combate, así que le informé a mi papá: 

—Oye, la Cocola tiene un gran hoyo en la parte de atrás. 

Don Enrique, como el experto en perros que era, me dijo: 

—Hijo, todos los perros tienen un hoyo atrás, y si son perras, hasta dos. 

—Sí, únicamente, que este hoyo lo tiene en la pata y está sangrando. 

Por indicación paterna, llevé a la perra con un veterinario que tenía su farmacia cerca de mi casa, quien la curó. Fue en ese momento, en que comencé a pensar que sería estupendo estudiar para veterinario en lugar de andar de promotor de pleitos de perras, pero definitivamente, fue muy agradable el triunfo de la Cocola. 

Después de lo que ocurrió, me llamó mi papá y dijo: 

—Oí, sería bueno que le cambiaras de nombre a tu chucha, porque me pegué un susto de la fregada cuando me avisaron “venga usté rápido don Enrique, porque la perra negra de la esquina tiene bien agarrada la Cocola de su hijo”. Ponele un nombre que no tenga nada que ver con el actual. 

Entonces le pregunté: —¿Cómo cuál estaría bueno? —Buscale un nombre decente, un nombre de 

animal. Fue por ello que le cambié el nombre Cocola, por el de 

un animal decente y muy pacífico, le puse La Paloma.

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