lunes, 19 de noviembre de 2012

25. SANTO, EL ENMASCARADO DE PLATA

No lo podía creer, estaba en la puerta del camerino de la Plaza de Toros en Xochimilco, Distrito Federal, donde minutos después tendría la oportunidad de conocer en persona al Santo, El Enmascarado de Plata, ídolo de muchos chamacos que como yo, crecimos con su imagen de luchador invencible. Momentos antes el promotor de la lucha me había dicho: 

—El Santo acostumbra dormir un rato antes de luchar, así que les llamo en cuanto despierte. 

Una semana antes, mi padre que trabajaba en Xochimilco como recaudador de hacienda federal, me comentó: 

—Fijáte que llegó a la oficina un empresario que va a promover una función de lucha libre, en la estelar estará el Santo y me dejó unos boletos. ¿Querés ir? 

—Claro que sí —dije—, ¿podría invitar a unos amigos? 

—Seguro —dijo mi padre—, lleva también a tu hermanito. El día de la función, yo los acompañaré para decirle al promotor que vea la posibilidad de que les presente a los luchadores. 

Corrían los primeros años de la década de los sesenta y en un sangriento encuentro en la Arena México, el Santo, en una lucha de apuesta le quitó la máscara al mayor de la dinastía de los Espantos; en cuanto el público vio el rostro del luchador supo el porqué del nombre, ya que verdaderamente espantaba por lo feo, una parte del público pedía a gritos que de nuevo se pusiera la máscara; a mí en lo personal me agradaba, era negra con una cruz blanca que integraba ojos, nariz y boca, así que esta sería una lucha contra El Espanto I, una especie de revancha para El Espanto. 

Al único amigo que invité fue a Roberto, La Rana, quien andaba de visita por el Distrito Federal y ese preciso día se le ocurrió ir a Xochimilco a saludarme; él era primo hermano de mi papá, pero únicamente era mayor que yo por dos o tres años. 

—¿El Santo? —preguntó— ¿Santo, El Enmascarado de Plata? ¿Me estás diciendo que si quiero ir a ver luchar al que venció a las Momias y al que peleó contra La Mano que aprieta? ¡Ve! —me dijo—, si no me llevás te demando ¿viste? 

Ese domingo en Xochimilco hizo mucho frío, nos preparábamos para ir a la plaza de toros, cuando me percaté que La Rana únicamente vestía una camiseta muy ligera y era el único que no se quejaba del clima, por lo que le pregunté: 

—Oí Ranita ¿No sentís frío? —¿Pa’ qué siento frío? —contestó—, si no tengo suéter. 

Ante la lógica de esa contestación, no tuve más remedio que darle prestada una chamarra deportiva roja a la que le tenía bastante aprecio, no sin advertirle en el momento de entregársela: 

—Ve, como dice una mi tía— “contigo va, contigo viene”, ¿viste? 

Y ahí estábamos, La Rana, mi hermanito Wili y yo, parados enfrente del Enmascarado de Plata, como un buen trío de zonzos sin saber qué decir. Don Rodolfo Guzmán, ese era el nombre del Santo, traía la máscara plateada desamarrada, estaba sentado en una plancha de cemento, una toalla colgaba de su cuello, acababa de saludarnos de mano y nos veía fijamente a los tres. Con una voz muy pausada y grave dijo: 

—¿Cómo les va jovencitos? 

Mi hermano era muy desparpajado y con la inocencia de sus nueve o diez años le preguntó: 

—Santo, ¿por qué usas máscara? El Santo le contestó con otra pregunta. —¿Qué, acaso no te gusta mi máscara? —Sí me gusta —dijo Wili—, ¿me la regalas? Ante nuestra sorpresa, el Enmascarado de Plata agarró de un maletín negro una máscara toda arrugada y entregándosela a mi hermano le dijo: 

—¿No importa que esté usada? 

—¡Íngue su! —pensé—, miralo este cabrón, consiguió lo que no pudieron hacer El Espanto, Black Shadow ni El Cavernario. En menos de dos minutos, mi hermano ¡le quitó la máscara al Santo! A partir de ese momento comencé a elucubrar cómo hacer para quitarle la máscara plateada a Wili, ya que bien seguro estaba que no me la iba a regalar. Cuando concluyó la visita al camerino, realicé mi primer intento para obtener la máscara. 

—Oí Wilito, qué a toda madre que nos regaló la máscara el Santo, ¿no? 

—¿Nos?, como que me huele a un chingo —contestó rápidamente. 

El promotor nos sentó a los tres en asientos de primera fila y desde ahí fuimos testigos de cómo El Espanto volvió a ser humillado por el ídolo de plata. El Espanto no era un luchador cualquiera, era un gran peleador rudo, ganó la primera caída perdiendo las dos siguientes. Pero en ese lapso se dieron hasta con la cubeta, Santo ganó la segunda caída aplicando su famosa llave La de a Caballo; en la siguiente se tiró desde la tercera cuerda con su Tope atómico, e hizo sangrar a su rival abundantemente. El Espanto a su vez le comenzó a romper la máscara a su rival desde el inicio de la lucha y para la tercera caída la máscara del Santo estaba hecha jirones. 

Desde que inició el combate La Rana estaba emocionado y participativo en lo que estaba pasando, se paraba y sentaba de la silla constantemente; cuando sacaban al Santo del ring, La Rana era quien ayudaba al luchador a subir nuevamente, y era quien estaba detrás de El Espanto cuidando que el Santo no se lastimara. 

Casi al finalizar la lucha, cuando ya habían declarado ganador al Enmascarado de Plata, El Espanto sacó nuevamente del ring a su rival quien quedó muy cerca de nosotros, y como había pasado durante todo el combate, La Rana estaba detrás de él; por eso cuando El Espanto inesperadamente le quitó lo que quedaba de máscara al Santo, éste se tapó con ambas manos la cara protegiendo su identidad, pero más veloz que un rayo, La Rana se quitó mi chamarra roja y se la tiró a la cabeza al luchador, quien salió corriendo de la arena, abordó un carro que lo esperaba en la entrada y en ese momento me despedí de la chamarra roja que La Rana con gran generosidad le entregó al Santo. 

—Wili —le dije a mi hermano—, ¿no creés justo que la máscara del Santo sea mía, ya que la Rana le dio mi querida, única e irrecuperable chamarra roja? 

—Lo que diga mi dedito —respondió, y el pinche dedo decía que no. 

Mi hermano jamás dejó que me pusiera la máscara. A pesar de que compartíamos la recámara nunca descubrí dónde la guardaba; pero sí noté que cuando la usaba le cambiaba la personalidad, hablaba con voz pausada y trataba de que su voz de pito de coleto sonara grave, como la del mismísimo Santo; su mirada se volvía más agresiva y se movía con bastante elasticidad, porque normalmente era muy tranquilo y estaba flaco como charal. 

Ahora me doy cuenta de que cometí dos errores: el primero, que dejé pasar el tiempo y cuando mi hermano tuvo diecisiete años ya estaba más embarnecido; el segundo, que me conseguí una máscara del Rayo de Jalisco y lo reté a una lucha de apuesta de máscaras. Si no por la buena, sería por la mala; pero la máscara arrugada del Santo tenía que ser mía. 

Un sábado por la mañana me quité la camisa, me coloqué la máscara del Rayo y enfrenté a Wili dándome golpes en el pecho al más puro estilo de gorila africano, lancé mi reto diciendo: 

—¡Santo!, ‘ora sí ve, te va a lleva’ Cara sucia. Yo, el Rayo de Portales —pues ahí vivíamos— te reto a una lucha de apuesta de máscaras, el que gane dos de tres caídas será el vencedor; el combate será sin réferi, sin público y sin... ceramente yo pienso que te vo’a jode’, así que ahí lo mirás. 

Wili me quedó viendo fijamente, enseguida sonrió y en ese instante me di cuenta por qué nunca encontré la máscara, el cobardo había roto el forro de mi colchón y ahí guardó la tapa, así que dormí varios años encima de la máscara plateada, explicándome entonces por qué soñaba con frecuencia que yo era el mismísimo Santo, El Enmascarado de Plata. 

Mi adversario se quitó la camisa, colocó la máscara en su cabeza, y al voltear vi una luz rara en su mirada, que hizo que tuviera un mal presentimiento. Giramos en círculo frente a frente, le hice unas fintas sicodélicas que según me diría Wili, parecía me estaba dando un ataque epiléptico. 

No supe qué sucedió después, porque cuando reaccioné, el Santo me estaba colocando un candado al cuello, de pronto comenzó a apretar la llave, se me empezó a dificultar la respiración y sentí que las canicas de mis ojos se querían salir de su lugar, me preguntó: 

—¿Te das? 

Quise contestar que sí, pero el único sonido que brotó de mi garganta, fue algo parecido al ruido que hacen los vochos cuando se les acaba la batería y no arrancan; como Dios me dio a entender, le pude decir que sí, que me rendía. 

El Santo se proclamó vencedor de la primera caída. Para el siguiente asalto estuve cuidando que no me fuera a agarrar de nuevo del pescuezo. 

Wili imitaba al Santo hasta en su pose de ataque, ponía al frente el brazo izquierdo estirado con la mano abierta y empuñaba la mano derecha colocándola a la altura de su cintura; agarré la mano que tenía extendida y se la doblé por la espalda, con el otro brazo lo apersogué por el güegüecho y cuando me disponía a apretar la llave comenzó a gritar: 

—¡Me doy... me doy... me doy! 

La tercera y última caída sucedió con una rapidez vertiginosa, el Santo saltaba de cama en cama y en el momento menos esperado noté que mi hermano preparaba una patada voladora, y antes de sentir un dolor agudísimo en mi bajo vientre, oí el ruido de la madera al quebrarse. 

Al recobrar el sentido, pude percatarme que al Santo lo había desenmascarado doña Jelen, lo tenía bien agarrado de una oreja y le decía: 

—Ahí lo mirás si tu hermano queda chiclán ¿viste?; ahorita mismo voy a tira’ esta máscara apestosa, que puro problema ha traído desde que la tenés, y como quebraste tu cama, desde hoy vas a dormi’ en el suelo, ¡pa’ que otro día agarrés nuevamente de ring el lugar ‘onde dormís! 

—Pero mamá —protestaba mi hermano—, ¡Era una lucha de apuestas! 

—¿Si?, pues yo te apuesto que tu papá te va a da’ una gran chinga cuando sepa que por tu culpa, su hijo mayor no le va a pode’ da’ nietecito, por esa patada que le pegaste en sus tres coyolito.

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